Un pintor

Por Juan Manuel Ugarte Eléspuru

Conocí a Macedonio el año 1924, en Berlín, en la Legación del Perú, en donde trabajaba un tío mío diplomático y a la que yo concurría con cierta asiduidad. Él era un mozo treintañero y yo tenía trece años. Me llamó la atención su indumentaria: sombrero alón, corbata de lazo voladero, camisa de vivos colores (no tan corrientes como hogaño), y saco de pana, tela que por aquellos tiempos conocíamos como “diablo fuerte” y era prenda de uso de mineros y chacareros, que ahora se ha impuesto como género de lujo con el nombre de “corduroy”. Lo recuerdo muy vívidamente, pues siempre, hasta su muerte, fue locuaz, comunicativo, eufórico, con una vivacidad mental que hacía su parla atropellada y hasta inconexa, por la tumultuosa acumulación de palabras que pugnaban, todas a la vez, por ocupar la capacidad bucal. Apenas si cambiamos, entonces, algunas palabras más allá de las de presentación: “El pintor Macedonio de la Torre” dijo mi tío el diplomático, que hacía de presentador. No lo volví a ver ni a tener noticia suya hasta 1942, cuando yo, después de veinte años de ausencia, retorné a Lima, y lógicamente, me relacioné con los artistas locales. Éstos estaban entonces divididos entre los que pertenecían al grupo indigenista, capitaneado por José Sabogal, y los independientes, variopinto agrupamiento que sentaba sus reales en los cafés y cenáculos de aquellos años, formados, sobre todo, en el extranjero y algunos en la Sociedad de Bellas Artes, pertenecientes a los registros del academicismo local de inspiración europeizante.


En el café “de la Zamba”, en un portal de la plaza San Martín, nos reuníamos un grupo de plásticos, escritores y músicos. Todos de formación foránea y antagónicos al “indigenismo” que fungía como el oficialismo pictórico, desde su bastión de la Escuela Nacional de Bellas Artes, que desde años atrás dirigía Sabogal, impermeable a todo contacto con la renovación de las artes plásticas y abroquelado en su huraño regionalismo. Ahí, en ese café que todavía existe, aunque ya no como punto de reunión de la bohemia limeña, reencontré a Macedonio, el cual formaba parte de aquel grupo beligerante, contestatario y ansioso de renovación. Estaba cerca de la cincuentena y no había perdido ni un ápice de ese impulso vibrante y arrollador de su parla y sus ideas. Concurrían a esa diaria tertulia cafetera y bulliciosa, Ricardo Grau, Sérvulo, Sabino Springett, Carlos Quíspez Asín, Juan Barreto, Ricardo Sánchez y Federico Reinoso, entre los pintores. La música estaba representada por el sutil, inteligente y perezoso Raúl de Verneuil, quien malgastó grandes condiciones en las voluptuosidades de la charla y las delicuescencias de los ensueños nunca llevados al pentagrama, pero no por eso menos vitales y convincentes. Lo Apodábamos: “Apollon Mucha Geta”, parafraseando la obra de Debussy: Apollon Musageta aludiendo a su corpulencia y su gran bemba de mulato. Otro, era un arequipeño: don Pancho Ibáñez, dicharachero aunque circunspecto, que se ganaba la vida precariamente como profesor de piano y era habilísimo en el juego de dados, en el que nos ganaba pequeñas sumas que le ayudaban a subsistir. También frecuentaron la tertulia, políticos de extrema izquierda como Eudocio Rabines, Esteban Pavletich y el exiliado boliviano José Navarro, que se hacía llamar por su seudónimo literario: Tristán Marof. Muchos otros comensales de diversos pelajes y variados méritos frecuentaron esa tertulia que años después continuó en el bar “El Negro Negro”, que animaron Juanito Pardo de Zela y el inolvidable mecenazgo de Adriano Barba, al que apodábamos “el Cholo Balzac”, por su parecido físico con el famoso escritor francés decimonono.


Yo me adherí a esa compañía, en la que participábamos de un ideal común: la renovación de las artes, más allá de los halagos o los beneficios de la temática folklórica tan solicitada por los turistas; pero cada uno mantuvo su independencia y el respeto por los planteamientos estéticos o prácticos de los otros.


Desde esa atalaya de reencuentro y aproximación, he sido testigo del importantísimo papel desempeñado por Macedonio en el arte peruano contemporáneo. Por lo pronto, su vida y su obra corren parejas en riqueza anecdótica y creativa. Nació en Trujillo, en el seno de una familia de abolengo y acaudalada; descendiente de Juan de la Torre, fundador hispano de la ciudad, por lo que al joven vástago se le conoció en su niñez como “El Niño Rey”. Pero aquella opulencia desapareció con el correr de los años y, cuando Macedonio alcanzó la efebia y despertaron en él los anhelos artísticos, de aquella riqueza no quedaban sino recuerdos. Siguió estudios universitarios para lograr la ansiada categoría, tan seductora para el numen criollo, de “doctor”. Siendo alumno de San Marcos, encontrándose en el patio de Letras, en momentos en que debía sustentar la tesis que lo consagrara como tal, miró hacia el aula magna donde lo esperaba el jurado para oír la sustentación, se dio media vuelta y salió a la calle, dejando plantados al ilustre jurado y a su porvenir doctoral. Días después se embarcó hacia Valparaíso con un grupo de amigos en pos de la aventura, pero en Chile se les terminó el dinero y debieron viajar a pie, atravesando la cordillera hasta Mendoza para alcanzar Buenos Aires, merced a la ayuda de unos gringos que les pagaron el pasaje. En la capital argentina se ganó la vida como violinista de café-concierto y se relacionó con el grupo de artistas porteños de La Boca, capitaneado por un célebre paisajista de aquellos lares, verdadero poeta de los riachos y los embarcaderos: Benito Quinquela Martín.


En 1917 retorna al país y hace su primera exposición en Arica, y en 1921 contrae matrimonio con Adriana Romero, con quien se embarca a Europa para completar sus estudios de arte. Lo hace en Alemania, en aquellos años en que lo conocí, luego en Bélgica y después en París, donde frecuentó las clases del celebre escultor Bourdelle. Expone en el Salón de Otoño (ya es un señalado mérito ser aceptado como expositor) y luego en el Salón de los Independientes, donde si bien la entrada es libre, la competencia de los vanguardistas que lo pueblan es mucho mayor. Más tarde reside un tiempo en Nueva York, donde llega a realizar hasta diez exposiciones personales, y finalmente retorna a Lima. Aquí expuso las primeras manifestaciones de vanguardismo plástico con muestras de cubismo y anticipos de abstracción. Desde entonces se mantiene en una línea muy personal, elaborando en etapas sucesivas ese estilo inconfundible en el que la espontaneidad y la impronta dictan la nerviosa e impulsiva impostación de la materia cromática, hasta extremos lindantes con el delirio.


Sobre el espíritu y la técnica que le fueron congénitas, afirmó en alguna ocasión: “Yo pinto cómo nace un niño, jugando, llorando tal vez, pero de un solo envión... cuando empiezo, mi mano arde junto con el color, por eso no dejo nada para el día siguiente, no dejo que mi mano se enfríe”. Y en otra oportunidad define al arte como “el hacer perdurable lo mutable, aprisionar un instante de la vida”.


Tenía un espíritu ricamente lírico. En su juventud estudió música y era un excelente ejecutante del violín, con el que solía pasearse solitario y meditabundo tocando sus melodías preferidas por las playas del litoral, a la vez que recogía moluscos, detritus y pedruscos, con los que solía armar conjuntos formales muy interesantes, que no sé si se han conservado, pero que eran toda una anticipación de los “objetos plásticos” actualmente de moda. Su espiritualismo fue tan agudo que cuando contrajo una bronconeumonía en Puno, durante una gira que hizo por aquellos parajes, pretendía haberse curado, no con las medicinas del galeno pueblerino que lo atendió, sino tocando piezas de Chopin, del que era un apasionado admirador.


Las artes le fueron familiares. Así fue violinista, fotógrafo, escultor y hasta actor de teatro y compositor musical. De aquellas actividades sólo nos quedan como testimonio sus pinturas; las otras se las llevó la fugacidad del momento en que fueron realidad, pues la pintura, evidentemente, fue la mayor de sus vocaciones y por la cual sobrevive en el panorama de la cultura y el arte peruano.


Como toda su personalidad artística, su obra, a lo largo de su prolongada vida, puede ser considerada dentro de etapas sucesivas que arrancan desde las primeras manifestaciones –comenzó a pintar a partir de los doce años– hasta su definitiva y última manera, en una esplendorosa madurez temperamental y conceptual que no debilitaron los años ni las peripecias de su vida particular.


En 1930 mostró en Lima los resultados de su formación europea. Fueron paisajes urbanos de lugares del viejo continente, algunos rurales y también retratos, aunque la figura humana no fue nunca motivo de su predilección ni de sus aciertos. El tratamiento de esas pinturas primigenias reflejaba naturalmente, en rasgos generales, las características imperantes en la plástica europea de entreguerras: la Escuela de París y más aún las influencias de sintetismo cubistoide con reminiscencias cezannescas y del expresionismo alemán. Todo un mosaico de teorías y tendencias en proceso de amalgama de experiencias asimiladas. Fue, en Lima, una novedad del todo insólita; la primera muestra pictórica vanguardista en nuestro medio, pues había de todo en materia de innovaciones: cubismo larvado en las estilizaciones y síntesis de las imágenes urbanas, vistas siempre en cercanía y rincón; “fierismo” (fauvismo) a la manera de los parisinos fieristas, en las estridencias del colorido y las audacias de visión. Algo del Picasso de los paisajes de Hora de Ebro y también de Cezanne en los de mediodía francés, con algunas contorsiones de expresionismos, que seguramente eran rememoración de sus contactos, en Alemania, con los integrantes del grupo “Die Brüque” y “Der Blau reter”. Y hasta algunos incipientes ensayos de abstraccionismo a la manera de Kandinsky, más el expresionismo de Nolde. Era esa etapa pues, la caldera en la que hervían los elementos asimilados en ebullición y en proceso de catarsis, en el inquieto espíritu y en la alerta sensibilidad del joven Macedonio.


De su estadía europea escribió César Vallejo, en 1929, entonces corresponsal en París de la revista limeña Mundial: “Durante cuatro años que lleva en Europa, no ha querido volver victorioso al terruño, a la manera standard de otros jóvenes de América, sino que se ha quedado en medio del mundo a estudiar, a meditar y a producir, a la manera de los hombres honrados y de los artistas auténticos... reconcentrado, sumido en una profunda y entrañable introspección estética, y practicando la más austera disciplina moral en su vida de artista y de hombre, prepara en estos momentos una obra verdaderamente grande y pura. Sin embargo, con sólo haber enviado este año, por esfuerzo de sus amigos, un cuadro al Salón de Otoño, ha suscitado en la crítica francesa debates dignos de un renovador de la pintura... todo demuestra que es dueño soberano de una estética realmente original y grande”.


Pero en Lima eran años de inopia e incultura, no había sala de exposiciones ni crítica especializada, tan sólo gacetilleros, por lo cual la presentación de Macedonio, que debió ser “noticia”, no lo fue sino en los reducidos círculos intelectuales y “Amateurs” más o menos entendidos o que pretendían serlo. Otra circunstancia intervino en ese desapercibimiento: la política. Eran tiempos de la caída del oncenio gobernante del presidente Leguía y de aguda crisis económica, secuela del descalabro bursátil neoyorquino de Wall Street, el cual arrastró a tantas dictaduras sudamericanas que vivían sujetas a las dádivas del imperialismo financiero, especialmente del yanqui, y como consecuencia de convulsiones políticas nuestras: la revolución de Arequipa, el acceso al poder del comandante Sánchez Cerro y la presencia multitudinaria de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), cuyo fundador y conductor era el joven político Víctor Raúl Haya de la Torre, primo hermano de Macedonio. Este parentesco perjudicó mucho al pintor, no sólo en sus inicios, sino a lo largo de toda su vida, lapso durante el cual ser aprista o estar de algún modo vinculado con al APRA era sinónimo de réprobo, y motivo de discriminación por parte de la opinión oficial y la prensa antiaprista. Por eso, Macedonio nunca fue reconocido en su valía, y se tendió sobre él un velo de menosprecio, hasta que el gobierno del arquitecto Belaúnde, en gesto señorial y de ejemplaridad democrática, lo condecoró con la Gran Cruz de la Orden del Sol, que recibió moribundo en su lecho de agonía.


No fueron pues, durante casi la totalidad de su actividad artística entre nosotros, el favor oficial, ni la atención periodística, los que cimentaron su reputación. Lo fue su dimensión como pintor. Y también contribuyeron a contrarrestar esa indiferencia que intentó aislarlo, la desbordante, atracción de su gran personalidad humana, su bondad cordial, de su desinterés por la auto administración a la que siempre fue reacio, en suma, su vivencia en el culto a la verdad.


Su obra pictórica, trabajada, concienzuda, aunque espontáneamente –ya he dicho lo que de sí mismo afirmó: su culto por el repentinismo y la impronta–, su renuencia a la búsqueda metódica y su ebriedad en el impulso, cediéndole a la inteligencia del instinto puro la primacía en la expresión, lo asemeja a otro gran pintor contemporáneo y del que Macedonio fue amigo: Sérvulo. Como éste, Macedonio se abandonó orgiásticamente a los dictados del impulso dionisiaco y con ello logró los mejores aciertos de su obra.


Pero no nos llamemos a engaño, no creamos que era pura e irracionalmente instintivo, refocilándose en el revoltijo. ¡De ningún modo! Meditaba mucho, pero cuando maduraba en su sentimiento el esquema formal, se lanzaba a realizarlo de inmediato y sin retornos rectificadores. De ahí que se note en sus obras desniveles, pues las hay ejemplarmente logradas dentro de esa técnica de apresuramiento y expresión febril, y otras que, se resienten del balbuceo sin remate adecuado. Pero cuando las logra, es soberbio y único en nuestra pintura, donde nadie ha alcanzado tal espontaneidad inspirada, con la sola excepción de Sérvulo, ese otro genio nuestro del instintivismo desbocado.


La predilección pictórica de Macedonio fue el paisaje; pero dentro de éste no buscó el pintoresquismo de éxito fácil: intentó penetrar en la entraña de lo que la naturaleza contiene como enigma de su propio ser.


En su estadía neoyorquina pinta imponentes fachadas de rascacielos o interiores de teatro, con grandes espacios de escenarios y minúsculas figuras de danzantes en cuadros de ballet, o también dramáticos escenarios vacíos de teatros de comedia, con sus decoradas a medio instalar o retirar y en que esqueleto de los andamiajes, las “diablas” con las luces apagadas y las bambalinas desnudas del lujo ilusorio de la iluminación, mostrando ese descarnado y silente mimetismo de los escenarios vacíos, sin fulgurantes luces, ni público. La técnica va cambiando, aquí me parece percibir el recuerdo de aquel espatulco amplio, decidido y colorista hasta la exasperación, que fue propio del pintor argentino, boquense para ser más preciso, Benito Quinquela Martín, al que Macedonio admiraba y del que fuera amigo y contertulio en el taller que el boquense tenía en la Vuelta de Rocha, frente al puerto y el río, que fue la fuente exclusiva de su inspiración, la cual aún se conserva como un museo y lugar obligado de peregrinaje turístico, en ese pintoresco barrio bonaerense de la Boca.


Aquí, en Lima, Macedonio se sintió atraído por las barriadas, asentamientos humanos abigarrados y pintoresco cuando no trágicamente testimoniales en su cinturón de miseria y marginación, que rodea la ciudad. Por ese entonces tan sólo ocupaban las laderas del cerro San Cristóbal y el cerro San Cosme o el Agustino, con sus pintorescas agrupaciones de chozas de estera y materiales de toda índole. Esta inspiración a nuestro pintor, recién llegado de EE.UU. y Europa. Ahí su pincel registró esos testimonios, dándoles un colorido del que generalmente carecen, aunque ahora las están pintando –las chozas– atinadamente de blanco, con lo que mejora su aspecto, pero no su interioridad mísera y promiscua. Pero no eran las ciudades lo que la atraía con más fuerza; eran las lejanías solitarias, de finísimos grises de nuestra desértica costa. Nadie las ha interpretado con tan penetrante verdad, De Macedonio, como paisajista, escribí en alguna oportunidad: “Entre los paisajistas no pertenecientes a la corriente indigenista debe destacarse, en primer lugar, a Macedonio de la Torre, poético e inspirado pintor de los arenales costeños y misterio de las lejanías envueltas en cendales de bruma”. Esa etapa de los arenales fue, a mi juicio, la más encomiable de Macedonio, si es que no le disputó el cetro la etapa siguiente, la de la lujuria vegetal de la manigua. Como hecho curioso se da el caso de que Macedonio nunca estuvo en la Selva; las suyas pues, son creaciones del espíritu en búsqueda de expresar, por el delirio del color y las vibraciones formales, la esencia de la floresta tropical. No son “vistas” de ningún lugar selvático son: “la selva”.


Macedonio vivió por el color, para el color y en el color. No se busque en él al: dibujante perfeccionista, –el suyo es un trazo nervioso y expresivo pero no narrativo–, tampoco al autor de composiciones que entrañan un sentido formal extrapictórico y trascienden o intentan trascender hacia un críptico mensaje ético, como en los pintores del Alto Renacimiento; ni a un pintor de género costumbrista o folklórico, pues él siempre evitó el tema andino con su colorismo pintoresquista, el cual tanto apasiona a los pintores peruanos que cultivan esa vena socorrida. El mensaje, el misterio: eso que el francés Fromentín escribió que era la pintura, “la expresión de lo invisible por medio de lo visible; para nuestro Macedonio residió en la magia del color, pues por él, expresa los arcanos de la relación de la sensibilidad personal con la cosmovisión, su paleta es el lenguaje, la gramática para comunicarse y comunicar a los demás la visión interior que él, como creador, tuvo del universo que nos rodea y nos contiene, y del que, de algún modo, somos imagen y semejanza.


Como Óscar Wilde, Macedonio pudo también decir que “ puso su genio en su vida y solamente su talento en su obra”, porque tal vez, lo más apasionante de su quehacer, fue su personalidad hecha de permanente inquietud, de zozobra interrogante, de nerviosa movilidad tras espejismos del absoluto; solitario y pensativo solía pasearse por los desolados parajes del litoral en la búsqueda de los más heteróclitos residuos con los cuales recreaba misteriosas e inquietantes agrupaciones. En alguna época se dedicó a la cría de abejas a las que se parecía de algún modo con su deambular apresurado, discurseante y meticuloso, hurgando entre las ebriedades del color y los espasmos de la creatividad estimulada por sus hallazgos. No sé si aprendió con algún maestro japonés el arte del Bonsái, pero me contó una vez que estaba dedicado a cultivar árboles y florestas enanas. Su palabreo era apresurado e impetuoso, nunca terminaba una frase u oración larga, de una a otra saltaba a caballo de los sobreentendidos. Su figura espigada, enteca y sarmentosa, era la imagen carnal de la inquietud y el anhelo.


Tardará mucho en nacer un temperamento como el suyo, tan rico de aventura espiritual y tan puro de desprendimiento material. El vacío que dejó su muerte en el arte peruano difícilmente será llenado. Ella ocurrió el 13 de mayo de 1981, en esta Lima que no supo aquilatarlo en su valía, pero que quiera o no, tendrá que recordarlo como uno de los más altos valores de la pintura peruana.




Lima, 1987 y 1992